miércoles, enero 17, 2007



Para el Cielo de José Benito







Estaba escuchando un programa de radio en el que un escritor decía que lo bueno de los cuentos es que, al ser breves, se pueden leer en un viaje de metro. Es un tópico al que se recurre en periodo de promoción y que no responde a una verdad científica. Para aportar mi granito de arena al Año del Libro y de la Lectura, ejemplo de lo que debería ser una política de promoción del libro sin fecha de caducidad, bajé al metro a comprobar qué leen los pasajeros. Es algo que conviene hacer de vez en cuando para certificar las mutaciones del canon de lectura subterránea. Elegí una hora punta, entre las siete de la tarde y las nueve de la noche de un día laborable, y recorrí varios metros de las líneas 5 y 4. Para pasar más inadvertido, me disfracé de lector y me llevé un libro que contiene, en 234 páginas, poemas, cuentos, ensayos, prólogos, reflexiones y críticas literarias: sin heroísmos, por favor, de Raymond Carver.
Resumen del informe que desarrollaré más adelante: no vi a nadie leyendo un libro de cuentos. Por el contrario, entre los elegidos que todavía tienen energía para gozar del bendito placer de la lectura, observé que la mayoría se inclinaba por novelas largas, esas que coloquialmente denominamos tochos. Hace tiempo, uno de esos lectores de metro me comentó que le encantaba leer novelas largas elegidas exclusivamente para sus viajes. Era, me dijo, una manera de sentirse acompañado durante semanas por una historia y unos personajes con los que se reencontraba dos veces al día: a la ida y a la vuelta. Pese a que la competencia de otras adicciones es potente (MP3, sueño atrasado), los lectores de metro leen en las posiciones más inverosímiles: con la cabeza apoyada en una barra metálica, de pie, arrinconados por un gigante dormilón, sin que parezcan afectarles ni la falta de espacio ni las estampidas. Los hay que leen con un auricular en la oreja, lo que induce a pensar que son capaces de hacer dos cosas al mismo tiempo. Se suele decir que los perros se parecen a sus amos (o viceversa). A veces los lectores se parecen a los libros que leen, quizá porque, como dijo Jaume Cabré en la presentación de su reflexión La matèria de l'esperit: "Somos lo que leemos y lo que estamos dispuestos a leer" (su editor dijo que se trata de un ensayo que "se lee como una novela", otro tópico peligroso teniendo en cuenta la cantidad de novelas que se leen como si fueran soporíferos ensayos).
Entre los libros vistos en esta encuesta no vinculante observo que los best-sellers tienen una presencia destacada: tres títulos de Dan Brown, uno de Carlos Ruiz Zafón y dos Harry Potter. Si me acerco mucho al lector para identificar el libro, levanto sospechas y me miran como si fuera a) un carterista o b) un viejo verde que se dedica a meter mano al personal. Durante parte del recorrido, la estadística se repite: tres lectores por vagón. Uno de los vagones tiene un gusto admirable: Vicios ancestrales, de Tom Sharpe; El mito de Sísifo, de Albert Camus, y No ficción, de Chuck Palaniuk. Cuando están a punto de pedirme explicaciones por mi acoso visual, disimulo y me sumerjo en las páginas del libro de Carver. La lectura me atrapa tanto que me cuesta regresar a la superficie: "En la verdadera literatura, el significado de una acción se traslada a la vida del lector. En las mejores novelas y en los mejores relatos, los valores se reconocen como tales. La lealtad, el amor, la fortaleza de ánimo, el coraje, la integridad puede que no sean recompensadas, pero se reconocen como buenas acciones o cualidades positivas; las conductas negativas o simplemente estúpidas se perciben como lo que son: conductas negativas o estúpidas".
Afortunadamente, los libros subterráneos no se preocupan tanto de la auténtica literatura como de la auténtica lectura. La concentración con la que una chica lee un libro que no aprobaría el examen de literatura auténtica -La princesa que creía en los cuentos de hadas- es tan necesaria como la lucidez de Carver. Todo suma. Me apeo en Diagonal y recorro un largo pasillo en el que un peruano interpreta We are the world con una flauta andina. A su lado, unos vendedores de ropa pirata permanecen atentos a cualquier movimiento y, desde distancias increíbles, son capaces de advertir la presencia de cualquier autoridad uniformada. Aquí, en esta parte subterránea del mundo, sólo los virus y los pensamientos son invisibles. Los rostros de los lectores tampoco expresan nada. Supongo que, en el futuro, se fabricarán humanos provistos de una pantalla líquida en la frente en la que se podrán leer los pensamientos que producen los libros, las canciones, los paisajes o las resacas. Me subo a un metro muy moderno, en forma de gusano. Puedes cruzarlo desde la cola hasta la cabeza en un largo y serpenteante paseo durante el cual descubro a una lectora de Anna Gavaldà, otra de Pearl S. Buck y otra, misteriosa, que lee un tocho envuelto en un papel de Bazar el Regalo. "En todas partes hay islas de gente lectora", dice Cabré. Tiene razón. Y algunas de estas islas se mueven bajo tierra, como una esperanzadora corriente.

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